La pandemia cambió las reglas en todo el mundo. Hasta en los lugares más alejados. Cumplir la cuarentena se convirtió en algo novedoso al principio, pero con el paso de las semanas la mayoría coincide en que es algo tedioso. Para sobrellevar esos tiempos, un nuevo relato corto, inédito del autor de este blog. Espero lo disfruten y dejen su opinión, para continuar aportando a los nuevos tiempos.
El imperio no lo podía creer. “Esos
ignorantes no merecen el progreso” fue la única reflexión que se les ocurrió
cuando advirtieron que los paisanos, no tenían ningún interés en tarjetas de
crédito, ni teléfonos celulares, ni tablet, ni “nobú” como le decía don Hilario
a las noteboock.
Por lo pronto decidieron seguir con el plan
de penetración, rebajando los precios y ofreciendo combos de todo tipo para que
“el adelanto” llegara “a todo el mundo”. Sin embargo, los paisanos se
mantuvieron indiferentes. Más por seguir viviendo como lo hacían desde
generaciones que por conocer de tecnología. Así estaban bien y, decidieron que
así seguirían.
Su postura y su pensamiento límpido sobre el
respeto de la naturaleza con la que vivían en armonía, les permitía estar en
contacto las veces que fuera necesario sin recurrir a la tecnología ni a los
artilugios que hasta de regalo les ofrecían. Si la gente de la llanura se
quería reunir con los paisanos de la pre cordillera, bastaba con que un vecino partiera a caballo
convocando para determinada fecha y cuando esta llegaba, el encuentro era una
fiesta.
Las carreras de cuadrera, la taba, el truco,
el mús, el tute cabrero, hacían las delicias de los mayores y los pibes se
entretenían jugando a la rayuela, cazando pajaritos con la honda caminando por
los senderos del monte o remontando un barrilete. No había ningún peligro,
porque ellos respetaban la naturaleza y hasta las víboras se apartaban cuando
el bullicioso grupo se acercaba.
Los tecnócratas no lo podían entender.
Enfundados en trajes y lentes oscuros, buscaban el por qué del desinterés de
los paisanos a sus propuestas. Y ellos, los ignoraban. No aceptaban sus
tarjetas de regalo, esas que le significarían “una marca” con la que el imperio
sabría todos sus movimientos. Porque eso eran las tarjetas y la tecnología: una
marca, la misma que ellos utilizaban para reconocer sus animales, pero en otra
escala.
Eran felices como estaban y como siempre
habían vivido. Al cabo de tres días, la reunión terminaba y cada uno retornaba
a su lugar de origen con la promesa de otro encuentro, cuando surgiera la
oportunidad, el cambio de estación o alguna fiesta programada en alguna
estancia.
Los paisanos de todas las regiones ignoraban
que con su postura, con el correr del tiempo se constituirían en el futuro de
la humanidad, que estaba seriamente amenazada por “los adelantos” y la ambición
del imperio, que con sus ensayos bélicos no hacían más que causar desastres.
Y así fue. Cuando la hecatombe estalló,
cuando la electricidad desapareció anulando la tecnología, la gente no sabía
qué hacer. La muerte se llevó a millones que desorientados se enfrentaron por
riquezas estériles o por comida. La guerra como siempre cosechó su fruto pero
ellos, los paisanos, siguieron viviendo igual que siempre.
Se volvieron a juntar como lo hacían en las
ocasiones especiales pero esta vez, su misión era mucho más importante. Tenían
que enseñar lo que los sobrevivientes habían olvidado: a vivir respetando la
naturaleza, que fiel les brindaba todo, sin necesidad de guerras ni adelantos
que sólo engendraron enfrentamientos.
Así los paisanos, los “ignorantes”, se
convirtieron en forma natural en maestros, porque a tiempo supieron desechar
las tentaciones y evitaron “la marca”.
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